Encumbrada por algunos y denostada por otros, la última película de Sam Levinson consiste en otro ejercicio del mumblecore más neurótico grabado en blanco y negro granuloso, ese grano impostado que te dice «mira qué indie y por lo tanto estupendo soy». Pese a lo pretencioso de su envoltorio, salva el conjunto su juego interpretativo (avasalladora actuación la de John David Washington, el hijísimo de Denzel, y forzada, sin embargo, la de Zendaya) y ciertos momentos de descanso mental y físico con una exquisita selección musical. Eliminando las redundancias y el histrionismo, la película habría ganado muchos enteros.
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