Lo que más me gusta de Perfect Days es que no posee una ambición desmedida por trascender, sino que solo muestra, y muestra, y muestra. El retrato de la rutina de un limpiador de baños en ese Tokio de barrio, en el que la grandeza arquitectónica se observa de lejos, puede resultar a ratos aburrida (me sobran las escenas oníricas), pero sus virtudes se encuentran veteadas entre los puntos muertos. Y es que el legendario Wim Wenders parece estar aquí menos interesado en articular un mensaje rotundo, dejando en su lugar que sus personajes transmitan con sus palabras y actos.
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