Pablo Larraín sigue demostrando su enorme talento para crear atmósferas, engarzar planos a cada cual más sorprendente, como ya hiciera en Ema, Spencer y tantas otras, y retratar personajes complejos. Esta vez le toca a Augusto Pinochet, convertido aquí en un vampiro que busca una nueva oportunidad. En un audaz ejercicio de revisionismo metafórico, la película se mueve entre el drama y la sátira, con diálogos tan punzantes como los afilados colmillos de sus protagonistas y una excepcional fotografía en sepia, para especular con los deseos de alguien a quien la historia ha puesto en el lugar que se merece.
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