Si tuviera que quedarme con un Kitano, sería con aquel que explora los vericuetos de las relaciones humanas, casi siempre en el extrarradio del otro gran eje de su filmografía, la yakuza. Ese es el Kitano que menos me interesa, el Kitano retratista de la mafia japonesa, con esa violencia gratuita cuando no risible que tan poco hace a su favor. Sonatine cae a veces en un letargo por sus desequilibrios estructurales, con momentos inquietantes pero empañados por una ejecución torpe y con ciertos aires de vanguardia que te dejan tan frío como el rostro del protagonista de esta película.