Sólo por ser testigos de los trepidantes minutos finales, con ese demoledor monólogo de Paul Newman, ya se justifica el visionado de esta película. Pero es aún más que eso. Sidney Lumet poseía esa afiladísima destreza narrativa tan de economía del lenguaje, tan de contención calculada y tan de pulso de hierro que muestra en esta y en todas las obras maestras que abundaban en su filmografía. Todo encaja en este ballet desplegado por unos actores en estado de gracia y por esa cámara que, en su silencio, oprime, hastía y libera sin explicitar en ningún momento. Una película imprescindible.
Drama